Rebaño de ovejas merinas.

Un poco de historia sobre el vellón

Escrito para Made in slow sobre un texto presentado por el cliente.

Denominamos vellón a toda la lana obtenida tras esquilar una oveja o un carnero, labor que se realiza cada año, al final de la primavera. Al cuero de estos animales, curtido de tal modo que conserve el pelo para ser utilizado como prenda de abrigo, se le denomina zalea.

Las ovejas no siempre tuvieron el aspecto algodonoso que hoy nos es familiar en Occidente —sobre todo las de raza merina—, sino que son el resultado de laboriosos procesos de selección y mejora genética llevados a cabo durante siglos sobre muflones asiáticos, principalmente en Oriente Próximo. A pesar de que la merina es la más extendida, aún existen razas que conservan rasgos característicos de variedades antiguas, las cuales poseen un valor incalculable desde el punto de vista genético.

El vellón de lana, que constituye el rasgo distintivo del ganado ovino, era hace unos 8000 años de color marrón, estaba formado por gruesos pelos canizos que se desprendían anualmente y por un pelaje corto y lanoso que también mudaba cada año. Los datos arqueológicos demuestran que, entre el 5000 y el 1500 a. C., se desarrollaron dos tipos de vellón: uno formado por un pelaje intermedio en el que abundaban las fibras de lana corta que se ensanchaban en la base junto a pelos canizos, más escasos y largos, que forman la punta; y otro, constituido por un pelaje también intermedio, pero cuyos pelos canizos se transformaron en una lana muy similar a la actual. En este último caso, las fibras estaban más apelmazadas y tenían la punta roma, además de una longitud y calibre más uniformes.

La revolución neolítica supuso el asentamiento de las poblaciones humanas, que pasaron de este modo a cultivar la tierra y criar ganado. Gracias a la ganadería, el ser humano se aseguró una fuente alimenticia más o menos constante: carne y leche, al tiempo que obtenía otros productos: piel, lana y abono natural. En la Edad del Hierro, y como consecuencia de la mejora genética, algunas ovejas empezaron a perder la tendencia a mudar, conservando el pelaje de año en año. Lo que significó el paso de una protección puramente fisiológica a otra susceptible de ser aprovechada por el hombre, lo cual favoreció el desarrollo de dos avances técnicos: el esquileo y el teñido. Estos datos han sido obtenidos en excavaciones arqueológicas que han permitido recuperar vellones y fragmentos de tejidos antiguos, así como de las obras de arte de pueblos antiguos en las que se representan diversos animales —en muchos casos ganado ovino— y personas vestidas con prendas realizadas con lana.

Entre los pueblos de la antigua Mesopotamia, el kaunakes (término griego que viene a significar «capa gruesa») era un atuendo masculino con función ritual (en sus inicios una prenda de pastores) utilizado por los sumerios. Tenía forma de faldón y estaba confeccionado con piel de oveja, camello o cabra cuyos vellones eran agrupados en franjas. Originalmente, era una de las palabras con la que se denominaba a las ovejas (los sumerios tenían hasta doscientos términos), para pasar luego, por metonimia, a nombrar la prenda hecha con su lana, algo similar a nuestros «borreguillo» o «borreguito», con los que denominamos al tejido que imita la zalea de cordero natural. Las ovejas jugaron un papel muy importante en la economía de Mesopotamia. Son muchos los relieves y representaciones artísticas en los que aparecen pastores junto a sus ovejas y carneros, como por ejemplo los que se muestran en la «Cara de la Paz» del conocido Estandarte de Ur.

Obra de arte sumeria elaborada con la técnica de la taracea. En ella aparecen ganado y personas con kaunakés.

Cara de la Paz del Estandarte de Ur. (Tomado de: Unidad 7, Manuel Cruz).

La experta americana en historia de los tejidos Elizabeth Wayland Barber, observó que no todas las formas de explotación del ganado ovino facilitaban la producción de lana, pues la cría destinada a la producción de carne conlleva una vida corta, mientras que la obtención de leche exige cierta longevidad y, de manera indirecta, el crecimiento de lana, lo que a su vez se ve favorecido por el esquilado. La evolución del pelaje en el ganado ovino no se entiende sin el desarrollo de las artes textiles, que avanzaron en paralelo con los cambios del vellón como forma de aprovechar este valioso recurso.

El fieltro de lana constituyó, con bastante seguridad, el más primitivo de los tejidos derivado de fibras animales. El fieltrado depende de la superficie escamosa —a escala microscópica— de las fibras de lana. Cuando se frotan entre sí, las hebras sólo pueden avanzar en un sentido, con lo que se forma una masa muy enmarañada. El calor, que relaja las fibras, y la humedad, que las lubrica favorecen el fieltrado, proceso que se da de manera natural durante la muda. En el Museo Nacional de Dinamarca, en Copenhague, se guardan casquetes de fieltro gruesos y sólidos que datan de principios de la Edad del Bronce. Estas piezas, de más de 3500 años de antigüedad, se encontraron en antiguas sepulturas excavadas en diversos lugares de Dinamarca.

A lo largo del tiempo, la cría selectiva redujo el diámetro de los gruesos pelos canizos del vellón externo, al tiempo que el suave pelaje interior fue haciéndose más grueso: el diámetro medio de las fibras interiores era de unos 15 micrómetros (milésimas de milímetro). En la mayoría de los restos textiles primitivos, el diámetro de las fibras está en torno a los 20 micrómetros, valor que se ha mantenido desde entonces. Hacia el año 1000 a.C. y en Oriente Medio, aparecieron las técnicas de teñido, lo que supuso un estímulo para la cría selectiva de ovejas de lana blanca. Igualmente, se produjeron mejoras en las herramientas diseñadas para esquilar, de las que se han encontrado muchos ejemplares en yacimientos de finales de la Edad de Hierro y en emplazamientos romanos de toda Europa. Estas tijeras rudimentarias constan de dos cuchillas enfrentadas y unidas por un arco de acero que actúa de muelle. En los tejidos y restos de pieles de oveja correspondientes al mismo período, también se advierte un cambio de la estructura de la lana. Asimismo, los restos textiles de época romana dan cuenta de las últimas transformaciones del vellón ovino.

Durante la Edad Media europea empezaron a ganar importancia las variedades de lana fina y entrefina. Fue en torno al Mediterráneo, concretamente en España, donde la producción lanera se cimentó sobre ovejas de lana fina, dando origen a la raza que producía la de mejor calidad: la merina. Hasta el último tercio del siglo XVIII, la raza merina fue un monopolio español gracias al control que ejercía el Honrado Concejo de la Mesta (1273-1836). Los lotes de merinos que cruzaron entonces nuestras fronteras fueron el origen único de la gran cabaña merina actual. Tal fue el desarrollo que, en poco menos de un siglo, las ovejas merinas españolas introducidas en Francia, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, Argentina, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Australia dieron origen a diversas variedades: Rambouillet, Negretti, merina americana, Vermont, Delaine y merina australiana que, aprovechando la mayor extensión de los pastos, permitieron el desarrollo de enormes rebaños hasta entonces nunca vistos; baste recordar que en Australia (el mayor productor mundial), se calcula que hay unas cien ovejas por cada humano.

MRY

Historias del té

Colaboración para una revista online editada por una tienda de León especializada en la venta de té.

Como réplica marítima de la Ruta de la Seda, la del té nació para comerciar con lo que algunos historiadores consideran el primer producto global, en dura pugna con la pimienta. Comerciantes portugueses y holandeses lo introducen en Europa a comienzos del XVII, y en la segunda mitad del siglo ya aparecen en Inglaterra anuncios donde se alaban sus bondades. A diferencia del café, cuyo consumo estuvo prohibido por las autoridades de algunos países (el Imperio otomano, la Rusia zarista o Suecia) durante períodos más o menos prolongados, el té ha gozado de aceptación y tolerancia en todo el mundo, y ha sido, desde hace cientos de años y por así decirlo, una bebida tan respetable como asequible para todos los bolsillos.

Ciertos historiadores sostienen que las propiedades estimulantes del café, el té y el cacao, que empezaron a consumirse en Europa de manera habitual durante el siglo XVIII, favorecieron las reuniones de intelectuales propias de la Ilustración. Con ser esto cierto, también lo es que se necesita algo más que el bloqueo temporal de algunos receptores neuronales para desencadenar un movimiento cultural de tal magnitud. El 15 de diciembre de 2005, los mayores países productores se reunieron en Nueva Delhi para celebrar el primer Día Internacional del Té (evocando el motín que tuvo lugar en Boston el 16 de diciembre de 1773), como forma de llamar la atención sobre su cultivo, producción y comercialización, que atravesaban por entonces una profunda crisis.

Pocas cosas hay tan simples como hacer una infusión. Cuando oímos la palabra té —que en español ha devenido sinónimo de infusión, y deriva del término cha, con el que se nombra en China a la camelia, país donde se empezó a consumir hace más de dos mil años— vienen a nuestra memoria tres ceremonias, tres liturgias por completo diferentes en lo que respecta a su preparación y manera de servirlo. La más antigua es la del Lejano Oriente (china y japonesa, pues no está claro cuál fue primero), cuyos poetas llamaron al té matcha «espuma de jade líquido», está imbuida por completo de una gestualidad que participa de lo sagrado, casi oración. La más famosa para los occidentales es la inglesa, que ha convertido el hecho de tomar té negro en lugar para la confidencia y la conversación, una ceremonia bendecida por la costumbre, igualmente válida en momentos de alegría y de tristeza, pues «a los ingleses la vida se les hace inhabitable si no tienen té y pudin». Por su parte, la marroquí, que solo consume té verde y se halla extendida por el Magreb y el Sahel, es considerada una expresión artística, una manera sencilla y afectuosa de agasajar a los visitantes, que lo mismo puede ofrecerse antes que después de las comidas.

By 狩野養信・雅信 模写 Copied by Kanō Osanobu and Kanō Masanobu. The original work, which was also copied, was made in 1632. (東京国立博物館 蔵) [Public domain], via Wikimedia Commons

Todo esto tiene como centro y motor a un discreto arbusto de la familia Teáceas, la Camellia sinensis, del mismo género que las camelias de jardín. Una planta de hojas persistentes, entre elípticas y lanceoladas, grandes flores blancas y frutos en cápsula globosa, oriunda de China, y que, debido a su consumo mundial, actualmente se cultiva también en el Sudeste Asiático, la India, el Cáucaso y Norteamérica, entre otros lugares; la producción española, pequeña y de buena calidad, se localiza casi por completo en Galicia. Los brotes jóvenes contienen muchas sustancias beneficiosas, y de las semillas, como ocurre con otras camelias (C. japonica y C. oleifera), se extrae mediante presión en frío un aceite comestible muy saludable, de color ámbar pálido y aroma dulce y herbal, utilizado en algunas regiones de China y Japón, y cada vez más en Occidente, que no debe confundirse con el aceite del árbol del té (que se obtiene del árbol Melaleuca alternifolia), que no es comestible y tiene propiedades antisépticas.

Tras recolectar con el mayor de los cuidados posible los brotes más tiernos de cada planta, tenemos la materia prima de la que saldrán las cinco variedades de té más comunes: el blanco, obtenido de los brotes todavía cerrados y cuyo único procesamiento es el secado; el verde (chino y japonés), el rojo (o Pu erh), el azul (u Oolong) y el negro. Para obtener las cuatro últimas, se someten las hojas a un proceso de prensado, manual o mecánico, que rompe las paredes y las membranas de las células, lo que provoca la salida de ciertas enzimas y la consiguiente fermentación de la materia vegetal durante un período que puede durar unas horas o varios años, dependiendo del tipo de té y de la costumbre de cada lugar. Cuanto más se prensan las hojas y más tiempo se las deja reposar para que se lleve a cabo la fermentación enzimática (que será detenida mediante calor), menos amargas y astringentes se vuelven y más color adquieren, de ahí que el Pu erh, el que más tiempo necesita para su fermentación (tras la primera, las hojas se someten a una segunda de naturaleza microbiana que puede durar entre dos y sesenta años), sea conocido como dark tea, o té oscuro.

Sin duda, hay muchas formas de servir y tomar un té, pero todas están relacionadas, de una u otra forma, con las tres citadas más arriba y presentan un denominador común: la hospitalidad. Ofrecerlo es una manera sencilla y elegante de agasajar a un huésped o un amigo, y rechazarlo, una forma simple de insultar a un anfitrión. Cuando se toma a solas, provoca un bienestar semejante al de hallarse en compañía de seres queridos, tranquilo, en silencio.

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